Cámaras de seguridad

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camaras.jpg Un informe de la consultora Price Waterhouse Coopers, sobre gestión de recursos humanos, permite concluir que para las empresas “medir” la felicidad de sus empleados puede tener ventajas competitivas.

Las cámaras son ideales para estos menesteres, porque registran las posiciones corporales, los gestos y las trayectorias de los que están en sus lugares. Y de los que no están también, ya sea porque han faltado como porque no se los ha contratado.

Así, escarbadas las enzimas y los receptores postsinápticos endorfínicos, los empleados presentes dejan su lugar a los ausentes, que trabajan desde la memoria, desde sus representaciones numéricas e imaginarias o desde los curriculums. "Tengo muchos curriculums", dice el jefe cada vez que le piden aumento.

Las cámaras de seguridad, los hackers que las rastrean, las compañías que venden sus datos, los gobiernos que les dan los nombramientos: todos intentan fijar al ido, al ausente, al ídolo genial que siempre está moviéndose y que sería el reemplazante justo para ese que está.

La cámara de felicidad reemplaza a la percepción cárnica del mundo. Los jefes están ausentes, para que los empleados luchen afanosamente por su felicidad y porque nadie es profeta en su tierra.

Ya lo decía el filosofo Paul Virilio: la verdadera revolución de la tecnologías es el proceso de aceleración de la sociedad, en continuo in crescendo.

A partir del paulatino y constante despliegue de lo digital, que apuntala eso que ha estado ahí, la luz de las cámaras deja de ser un referente para ser lo referido: el esposo no espía a su mujer, usa a su mujer para espiar su nueva cámara.

La empleada cuida al bebé desde la cámara 1 a la 4, pero unos mundos invisibles se crean entre las cámaras, donde puede haber alguien escondido, o nadie, que sería lo mismo.

¿Quien no quiere un jefe que esté yendo a un lugar, que se esté moviendo, que esté entrecámaras?

Virilio, igual que McLuhan, es cristiano: son católicos, globales y descubren fantasmas planetarios.

Y es en el planeta donde las cámaras sorprenden con las manos en la masa: en tanto accidentes móviles, purificados vectores de velocidad, las cámaras avanzan sobre los restos de la ciudad, destruyendo todo lo que encuentran, inclusive la felicidad de los empleados.

Las cámaras son terminales, son híbridas. Se desenroscan y en su lugar se ponen otras, mas veloces y baratas: sus objetivos también.

Las cámaras todo lo convierten en turismo.

El lugar turístico, alejado hace unas décadas, ahora comienza a acercarse a la obsoleta ciudad. Miles de turistas del mundo vienen a colonizar Buenos Aires, a infectarlo de imágenes digitales.

Si el espacio se comprimía con los viajes en tren y más aún en el avión, ahora, propone Virilio, el espacio se ha anulado definitivamente, se ha esfumado convertido en ondas-puntos de luz, solo capturables por las cámaras. Colapsó. Es una forma de decir, claro.

Cada día somos registrados centenares de veces por las cámaras de la ciudad, que ignoran la diferencia entre público y privado.

La inutilidad de una vida en tren infecta las nuevas estaciones que son ahora telepuertos, servidores y routers.

Hay que medir la felicidad de los empleados, hasta que se sientan turistas en su propia empresa.

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