Mueran los salvajes unitarios!

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unitarios.jpg Estos días me he regalado volver a jugar un torneo de ajedrez y a leer un poco de historia argentina.

Es que me encontré en la librería de la estación de tren el recientemente publicado "Mueran los Salvajes Unitarios!" de Gabriel Di Meglio, un joven historiador "profesional", como les gusta definirse últimamente, al que ya había visto en el canal Encuentro explicando con soldaditos de plástico la batalla de Tucumán, de un modo que me permitió, al fin, entenderla.

En el libro, de una manera fluida, se desgranan los contextos que le dan sentido a algunas situaciones históricas de esta ciudad de Buenos Aires, que sino parecen puras locuras: sociedades secretas, grupos parapoliciales, degollados por todos lados, persecución de los afeitados, santificación de creencias políticas y más, todo en aras de tirar por la borda lo que se podría haber sido, todo para sumergirse en un péndulo que desde entonces se mueve entre la guerra civil y la represión y todo por apostar a la desinnovación constante, en la improductividad llevada al extremo y en el pasarle continuamente la posta del trabajo al vecino, con tal de dormir tranquilo la siesta.

No lo dice el texto, pero yo lo interpreto así: un ameno ensayo que describe el embrión no nato o mejor dicho el aborto de una nación que se hubiera llamado Argentina.

Repito, no lo dice el texto, pero si lo dijo Sarmiento: asesinado Manuel Dorrego se cortó el nudo que ataba todos los males de la Argentina y no importa que eso haya sido hace casi 200 años, porque así es la vida y porque por más que los bloques históricos se suceden discontinuados, los mejores virus pasan de uno a otro.

Quizás la Argentina hubiera estado casi en el mismo lugar que ocupa un país con el mismo nombre y quizás hubiera sido un lugar con mucho para dar al mundo, pero eso ya se ha perdido y nada lo recuperará.

Se nos dice que hubo períodos de esplendor posteriores, las expotartaciones millonarias de trigo a principios de siglo XX o los aviones a reccion de mediados de siglo que competían con los americanos o los rusos, pero sea como fuere todo eso se construyó a fuerza de un tipo violencia simbólica que se inauguró institucionalmente en la época que retrata el libro.

Hay tantas interpretaciones de los hechos como historiadores profesionales (y no tanto) andan dando vueltas, pero la línea que se traza a partir de la mazorca y la imaginología política desde 1830 no tiene aún recuperación.

Lo bueno del texto es que logra contarlo claramente. Como, increíblemente, todo fue surgiendo de conversaciones domésticas, de malentendidos, de cartas escritas en momentos inadecuados, de conductas perversas que quedaron sin el control mínimo que cualquier sociedad se da a sí misma, quizás todo incubado en las también sangrientas décadas de guerras anteriores.

No lo dice el libro, pero en la mazorca rosista están las triples A y el ERP, están las juventudes nacionalistas y las bombas anarquistas, los fusilamientos de indios en la campaña del desierto y los fusilamientos de Valle y sus compañeros en José Leon Suarez, en definitiva, está la violencia como argumento, la experiencia del padecimiento ajeno como una forma aceptada de conversión de los comportamientos.

Después vendrán las discusiones sobre los golpes militares, a los que dentro de un siglo se comprenderá como salvadores y dentro de dos siglos como las experiencias más abominables del mundo, ya que después de todo los historiadores profesionales tendrán que seguir cobrando sus sueldos, cosa completamente necesaria para ellos y para nosotros.

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